Fue el día del Corpus, cuando hicimos una visita a un restaurante que uno de nuestros amigos conocía en el Valle del Lozoya. Después de saborear la ‘rica, rica’ comida del lugar, tuvimos el placer de conocer a la madre de los que regentan el local, Doña Jesusa Peñas. Una mujer encantadora, que con ademanes lentos y hablar pausado, nos relató su infancia en el Valle, la locura sufrida durante la guerra civil y el terror que le provoca la situación actual de una España fragmentada, débil y sin rumbo, que fácilmente podría desembocar en una segunda guerra civil. Sus recuerdos flotaban sobre unas manos ajadas, que sin necesidad de mirar su trabajo, daban forma a flores, animales y demás manualidades que vende allí en el restaurante de sus hijos, junto a sus libros. La poesía es su vida, y si no escribe, no es capaz de expresar todo lo que siente. Ella misma ha editado sus libros, que tenía agotados, excepto uno en prosa que nos regaló, “Una bonita historia de amor en noche de luna llena” y que leí con muchísimo cariño. En él incluye poesías suyas, casi todas sobre su Valle, que están muy bien. Poemas que recita en pueblos de la zona y serían recitales a los que si tengo la ocasión me encantaría asistir.
La felicito por su coraje, por su valentía para dedicarse a lo que le gusta y le llena, por ser capaz de expresarse de una forma tan bella sin haber recibido formación. La admiro por su sabiduría, ese saber que da la tierra y los años, y que lamentablemente no se imprime en el código genético de nuestros descendientes. Por que ¿si cada uno de nosotros tuviese en sus genes, no sólo el color de los ojos, o la nariz, o el porte de sus ancestros, sino también el conocimiento, las vivencias vitales, los ‘nunca más’ aprendidos en toda una vida, no pensáis, que evitaríamos tantas y tantas necedades que los humanos cometemos en cada generación? En eso algunos insectos nos llevan claramente la delantera.