Fin de la normalidad (Adolfo Estrella)

Vivimos tiempos finales. El problema es que no sabemos exactamente qué es lo que finaliza y qué es lo que comienza, ni si saldremos vivos de todo esto. Ni tampoco qué es lo que merece ser salvado: ¿La humanidad? ¿La vida en su más puro sentido biológico? ¿la civilización? Franco Berardi escribió un libro notable: “Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación conectiva”. Una reflexión sutil acerca de los cambios antropológicos a los que nos ha llevado el capitalismo digitalizado: sustitución de las relaciones conjuntivas, corporales, táctiles, por relaciones conectivas, informatizadas, codificadas.
Los seres humanos, sostiene Berardi, estamos perdiendo nuestra capacidad sensitiva y sensible “a medida que (nuestra) comunicación pasa cada vez menos por la conjunción de cuerpos y cada vez más por la conexión de máquinas, segmentos, fragmentos sintácticos y materia semántica” y añade: “la mutación digital, está invirtiendo la manera en que percibimos nuestro entorno y también la manera en que lo proyectamos: no involucra únicamente nuestros hábitos, sino que afecta, a la vez, nuestra sensibilidad” y sensitividad”. La experiencia entre los seres humanos, entre los seres humanos y las cosas, entre las cosas y las cosas y entre la naturaleza, los seres humanos y las cosas, se ha modificado sustancialmente como efecto de la conexión tecnológica bajo la forma digital. Por sensibilidad entiende “la facultad que hace posible la interpretación de los signos que no pueden definirse con precisión en términos verbales”. Es una “capacidad para detectar lo indetectable, para leer los signos invisibles y para sentir los signos de sufrimiento o de placer del otro”. Esto es lo que estamos perdiendo.
La cognición, la percepción y la sensibilidad se debilitan o, lisa y llanamente, se bloquean por el hecho de vivir en entornos digitalizados acelerados, soportados por codificaciones binarias, eficaces y sofisticadas, pero banales. Se expanden las conexiones de superficie mientras, simultánea y proporcionalmente, se atenúan las conjunciones de profundidad. La codificación universal nos está haciendo torpes en nuestra capacidad de interpretar el mundo, de encontrar otros sentidos fuera de las sintaxis informáticas. Todo esto lleva a la extinción, dice Berardi, “del hombre y de la mujer humanista, y conduce a la “disolución de la concepción moderna de humanidad”.
Sin embargo, desde nuestra mirada, esta mutación, este fin, con toda su profundidad y dramatismo, es un fin relativo. Fin de una manera de vivir la condición humana, fin de una manera de experimentar los vínculos sociales, fin de unos valores, fin, incluso, de una manera de encontrar sentido a la vida en común. Fin relativo que supone, sin embargo, nuestra continuidad en el tiempo y en el espacio. Supone que los humanos, junto a otros seres vivos, podamos seguir habitando el planeta. Supone que la destrucción y la autodestrucción antrópica no haya hecho ya estallar todavía las propias condiciones de la vida sobre la tierra. Supone que el cambio climático, el agotamiento de los recursos energéticos, la contaminación, el deshielo, las nuevas enfermedades, los desplazamientos de población… Suponiendo, en fin, que la normalidad de la vida se mantuviera como hasta ahora. Pero esto es mucho suponer: más bien es justamente lo que no está sucediendo.
Asumiendo la realidad de la mutación y del fin antropológico señalado por Berardi, podemos imaginar, además, un fin absoluto derivado de la extinción de una parte importante de las formas de vida sobre la Tierra, incluyéndonos. Estamos viviendo los comienzos avanzados de un desequilibrio sistémico generalizado: momento de tránsito de un estado de estabilidad a otro. Tanto la vida social como la vida de la naturaleza han entrado en un bucle de transformaciones impredecibles. Los procesos morfogénicos están desbocados. Los acontecimientos golpean las estructuras y desarman los órdenes conocidos.
En estos escenarios de mutaciones, sociales antropológicas y biológicas, la vida o lo que va quedando de ella, se ha vuelto cambiante, impredecible, rara, anormal. Ni la vida social ni la vida natural son lo que alguna vez fueron. Desde la consolidación del neoliberalismo veníamos experimentando la aceleración y la inestabilidad, expresada en la epidemia de precariedad, en la pérdida de proyectos colectivos, en la destrucción de los vínculos solidarios, en el debilitamiento de las iniciativas compartidas, en el retraimiento social. Quedamos a la intemperie, desnudos, expuestos sin mediaciones a las inclemencias del Capital.
Una nueva “normalidad de la anormalidad” se instaló. Se acabó la vieja y tranquilizadora normalidad de los procesos sociales y de los procesos naturales. La normalidad de la distinción del tiempo de trabajo y del tiempo de ocio, de la comida de acuerdo a las estaciones, de la relación virtuosa entre estudio y empleo, del estudio como mecanismo de ascenso social, del empleo y del amor para toda la vida, de la escuela como lugar de autoridad y transmisión, del barrio como lugar de socialización, de la figura central del pater familia, de los partidos políticos como representantes ciudadanos, del poder e independencia del Estado, de los productos de consumo de larga duración…
Se acabó también la normalidad de los procesos de la naturaleza: sus cadencias y ciclos están alterados. Ya no llueve ni nieva como antes y los veranos son más calurosos. O llueve a destiempo y en lugares en los que habitualmente no lo hacía con esa intensidad. Aparecen tornados en otros hemisferios, los glaciares desaparecen. La naturaleza nos envía mensajes que no sabemos leer, porque cualquier condición caótica implica precisamente la ruptura de los códigos que permiten su lectura. No sabemos cuál será el nuevo equilibrio que nos tiene preparado la naturaleza ni si nos tiene contemplado en él. Lo más probable es que no estemos en sus próximos planes.
Las mutaciones catastróficas de la naturaleza están imbricadas con las mutaciones catastróficas de la sociedad, de la economía y de la cultura y, siguiendo a Berardi, con las mutaciones en el estrato más profundo, antropológico de nuestra existencia. “Las cosas cambiaron tan rápido que no podemos acompañarlas”, dice Bruno Latour. Vivimos tiempos en los que la geopolítica interacciona con la geofísica. Los humanos nos hemos transformado de simple agente biológico a fuerza geológica (Chakrabarty) modificando las propias condiciones de la existencia de la vida sobre este pequeño planeta sin versión de recambio.
Y esta “aceleración del tiempo y compresión del espacio” (Danwski & Viveiros de Castro) nos encuentran desvalidos, solitarios y desconfiados; sensitiva y cognitivamente exhaustos. “El entorno acelerado por el poder de la tecnología hoy excede cualquier posibilidad de medida humana. Pensemos en la hipersaturación del entorno mediático que está arrastrando la capacidad de pensamiento crítico. La razón humana se encuentra exhausta. La infinita complejidad de los fenómenos satura nuestra capacidad de observación. La sensibilidad, impulsada más allá del dominio de lo propiamente humano a través de su interfaz tecnológica, se ha incorporado a lo inorgánico”, continúa Birardi.
Desprovistos de herramientas de protección colectiva, los escenarios de futuros eco-fascismos son más probables que escenarios de comunidad solidaria. Neoliberalismo, digitalismo y colapso climático son expresión de una misma crisis sistémica y frente a ellos las subjetividades, individuales y colectivas, están perplejas y asustadas. No sabemos si hay o no un mundo, habitable, por venir. No hay ni dioses ni amos sobre los cuales podamos depositar esperanzas de salvación. Vivimos el doble colapso de la naturaleza y de la civilización, y esto es inédito, es lo que tiene de particular este momento. Muchas civilizaciones en el pasado sucumbieron, muchas por crisis ecológicas catastróficas, pero siempre había “otro lugar” para la continuidad de la especie, otro lugar para la reproducción de los genes, otro lugar para reinventar la cultura. En la actualidad, no hay refugio local que nos proteja de la catástrofe generalizada.
Cuesta imaginar el fin porque siempre cuesta imaginar la muerte. ¿Queda la posibilidad de una muerte colectiva digna, sin sufrimiento, sin estertores? Es difícil. Ninguno de los escenarios del desastre son indoloros. Estamos jodidos, como señala Roy Scranon. Muy jodidos, pero quizás imaginar la alta probabilidad del desastre es la condición para restarle probabilidades de ocurrencia. Frente a ello, aquí y ahora: ¿depresión o rebelión?, ¿melancolía o grito?, ¿adaptación o resistencia? Quizás hay que partir del derrumbe y del miedo que es “aquello que sentimos cuando nos acercamos a la verdad”, dice la budista Pema Chödrön. Quizás. Tenemos ante nosotros posibilidades, pero desconocemos sus probabilidades. La campana del señor Gauss se fue al carajo: no tenemos la normalidad necesaria para sustentar modelos predictivos continuos. La discontinuidad catastrófica es la norma. Solo queda rescatar impulsos dis-tópicos positivos, prefigurativos, arriesgados, lúcidos y, por tanto, escépticos. Porque, hagamos lo que hagamos, siempre estaremos en el reino de las paradojas y, por lo tanto, de las soluciones a la vez necesarias e imposibles. Y “cuando algo es necesario e imposible, hay que cambiar las reglas de juego, para inventar nuevas dimensiones”, decía Jesús Ibáñez.

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