Tristes recuerdos
Una tarde allá en Castilla
brillaba el sol como siempre
en aquel desierto brilla.
Claro, ardoroso e insolente,
con perdón, pues no es modo
aquel de quemar a la gente.
y secar con tales bríos
la pobre y sencilla planta,
la fuente, el sediento río.
Una tarde, ¡oh, qué tristeza
me acometió tan traidora,
viéndome en tal aspereza!
¡A dónde vine a parar!
pensaba mirando el cielo
por la tierra no mirar.
Porque el cielo era, eso sí
más o menos del azul
del que tenemos aquí.
Pero la tierra, ¡buen Dios…!
Señór, ¿posible será
que aquella la hicieseis Vos?
Mas, ¿por qué extrañeza tal
si las cosas que hacéis
jamás las hacéis mal?
Hicisteis tan tristes llanos,
mas los hicisteis, Dios clemente,
sólo para los castellanos.
Cada paloma a su nido,
cada conejo a su hoyo,
cada alma a su cariño.
Esto yo me repetía
aquella tarde, me acuerdo
de negra melancolía.
Mientras tanto contemplaba
de esa extensa llanura
la tierra que blanqueaba.
Del largo pinar cansado
la negra mancha infinita,
del pueblo el color quemado.
Y entre suelo y firmamento,
las nubes de denso polvo
que iba levantando el viento.
Del desierto fiel imagen,
¡el mismo aliento de brasa,
el mismo ardiente coraje!
Lejos las mulas pasaban,
venían lo toros más cerca,
la oveja enferma balaba.
Y en el ya quemado espino,
huyendo del sol ardiente,
se posaba el pajarillo.
¡Dios mío, qué ansia cautiva!
Pesaba en mí la tristeza
cual si me enterrasen viva.
Recuerdos de mi tierra hermosa,
clamad con vuestra frescura
las penas del alma llorosa.
Porque ese sediento río
envuelto en malignas brumas,
da calentura, da frío.
De pronto oí un cantar
cantar que me conmovió
hasta hacerme emocionar.
¡Era gallega canción,
era el alalá…, que hizo
latir mi corazón.
Con un extraño latir,
dulce, como el bien amar;
y amargo, como el sufrir!
De polvo y sudor cubiertos
hoz al hombro recorrían
aquellos campos desiertos
un grupo de segadores…
¡Y eran ellos, eran ellos
los hechiceros cantores!
¡Adiós pinares quemados!
¡Adiós abrasadas tierras
y adiós campos desolados!
Cerré los ojos y vi…:
vi fuentes, prados y vegas
extenderse frente a mí.
Mas cuando a abrirlos torné,
muriendo de soledad
amargamente lloré.
Y no paré de llorar
nunca, hasta que de Castilla
me tuvieron que llevar.
Me llevaron para en ella
no tenerme que enterrar.
Tristes recordos
Unha tarde alá en Castilla
brilaba o sol cal decote
naqueles desertod brila:
craro, ardoroso e insolente,
con perdón del, pois n’é modo
aquel de queimala xente
e secar con tales bríos
a probe inxeliña prante,
a fonte, os sedentos ríos.
Unha tarde, ¡ouh, qué tristeza
me acometéu tan traidora,
véndome en tal aspereza!
¡Adónde vin á parar!,
pensaba mirando o ceo
para a terra non mirar.
Porque o ceo era, eso sí,
un máis ou menos azul
como o que temos aquí.
Mentras que a terra, ¡bon Dios…!
Señor, ¿posibre será
que aquéla a fixeses Vós?
Mais, ¿por qué estrañarme tal
si as cousas que Vós facés
jamás as facedes mal?
Fixestes tan tristes llanos,
mais fixécheos, Dios cremente,
sóio para os castellanos.
¡Ai!, cada pomba ó seu niño,
cada conexo ó seu tobo,
cada ialma ó seu cariño.
Aquesto me eu repetía
naquela tarde, recordo
de negra malencolía.
E namentras, contempraba
da igual, extensa llanura
a terra que branqueaba;
do largo pinar cansado
a negra mancha sin término,
do puebro o color queimado;
y antre o chan i o firmamento,
as nubes de denso polvo
que iba levantando o vento;
do deserto fiel imaxe,
¡co mesmo alento de brasa,
co mesmo ardente coraxe!
Ó lonxe o mular pasaba,
viña a tourada máis preto,
a ovella enferma balaba,
e no xa queimado espiño,
funxido do sol ardente
pousábase o paxariño.
¡Dios mío, qué ansia cativa!
Pesaba en min a tristeza
cal se me enterrasen viva.
Lembranzas da terra hermosa,
calmá ca vosa frescura
as penas da alma chorosa;
porque ese sedento río
envolto en malinas brétemas,
dá callentura, dá frío.
De pronto oín un cantar,
cantar que me conmovéu
hastra facerme acorar.
¡Era a gallega canzón,
era o alalá…, que fixo
bater o meu corazón
con un estraño bater,
doce, como o ben amar,
fero, como o padecer!
De polvo e sudor cubertos
ca fouce ó lombo, corrían
por aqués campos desertos
un fato de segadores…
¡Y eran eles, eran eles
os meigos dos cantadores!
¡Adiós, pinares queimados!
¡Adiós, abrasadas terras
e cómaros desolados!
Pechéi os ollos e vin…:
vin fontes, prados e veigas
tendidos ó pe de min.
Mais cando a abrilos tornéi,
morrendo de soidades,
toda a chorar me matéi.
E non paréi de chorar
nunca, hastra que de Castela
houbéronme de levar.
Leváronme para nela
non me teren que enterrar.
Autora: Rosalía de Castro
Nºpag.: 206