En noviembre de 2018 nacieron las dos primeras niñas modificadas genéticamente: las mellizas que los medios llamaron Nana y Lulu. Después se supo que nació una tercera, llamémosla Baba.
Estas tres niñas han sido las primeras, que se sepa, en nacer después de que sus embriones fueran sometidos a mutaciones genéticas, transmisibles a su descendencia. La tecnología que se usó fue CRISPR. Amparado bajo el justo y noble ideal de erradicar el SIDA de la especie humana, He Jiankui consiguió varias parejas (afectas por la enfermedad) que aceptaron participar en su experimento. De los embriones modificados por el equipo de Jiankui, se sabe que tres llegaron a término.
Lo que se desconoce es ¿qué ocurrió con ellas? Dicen los informes que Jiankui sabía que no todas serían inmunes al SIDA y aún así siguió adelante con el proceso in vitro y posterior gestación. Parece que, además de la mutación en el gen CCR5 de nuestro sistema inmunológico para tratar de evitar el SIDA, Jiankui cortó y pegó algún otro gen.
Su castigo fueron 3 años de cárcel (sentencia que debe de estar a punto de cumplir) y una multa de unos 300k€, además de la prohibición de trabajar en biogenética en China. Desde la cárcel dicen que recibe ofertas de países donde la manipulación genética en embriones humanos no está regulada. Y así, entre dimes y diretes, se va forjando la leyenda del Frankenstein chino, mientras tres niñas, en paradero desconocido para el común de los mortales (que no para el gobierno chino) crecen en su mosaico genético con mutaciones que el público general nunca llegará a saber.
Cuando un laboratorio modifica genéticamente una semilla para hacerla más resistente a las plagas o a las sequías, patenta su secuencia genética y toda planta que crezca de esa semilla y de la polinización de las mismas pertenece al laboratorio que ostenta la patente.
¿Es igual con los humanos? ¿Estas niñas pertenecen a la empresa que creo su secuencia genética? ¿Y sus hijos en el futuro también? ¿Son propiedad de, como los esclavos?
Jugar a ser dioses nos viene tan grande que me aterran los escenarios que podríamos llegar a crear, guiados por la ceguera del poder y la soberbia humana. Antes nuestros ojos se está abriendo la espita a la creación de nuevas formas de vida ‘inteligentes’: por un lado mutaciones evolucionadas de los seres humanos (los biogenéticos de mi libro Maherit) y por otra inteligencias artificiales capaces de volcarse en cuerpos humanoides o cuerpos decantados (los transhumanistas de Maherit).
En ambos casos se discute su regulación en congresos y asambleas de la ONU, la ética detrás de los experimentos, pero la realidad es que la tecnología CRISPR no ha sido prohibida, ni la creación de IAs y transferencia de consciencias puesta bajo ningún sistema de control.
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